¿Fue al principio, en ese instante inicial, cuando comprendiste que el castillo iba a ser tu prisión o fue después, mientras repiqueteaba ese ruido al subir las escaleras rumbo a la torre, en cuya cima descubriste a una inocente y fantasmal Yorda, enjaulada y suspendida en el aire?
¿Fue cuando la protegiste animosamente, usando poco más que un palo para ahuyentar a un grupo de ennegrecidos espíritus o cuando agarraste su mano en ese primer momento mágico, sin palabras, y la llevaste a la huida, habitación tras habitación?
Título: ICO
Plataforma: PS2
Año: 2002
Distribución: SCEE
Desarrollo: SCEE (TEAM ICO)
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Plataforma: PS2
Año: 2002
Distribución: SCEE
Desarrollo: SCEE (TEAM ICO)
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Puede que Ico gravitara por medio de los mismos comandos y acciones que otros juegos – correr, saltar, escalar, etc. – pero tenía un enfoque mucho más personal: Gente y lugares, los sustantivos más que los verbos.
Esa subordinación se situaba en el centro de tu atención, lo que al final sedimentaba en tu memoria después de que hubieras escalado hasta el último muro y movido hasta el último bloque. Era un juego sobre relaciones imposibles, una receta de alquimista compuesta por elementos simples, sólo tres: Ico, Yorda y el Castillo.
Y esos ingredientes estaban equilibrados de principio a fin, cada uno comprendía el vértice de un triangulo equilátero sobre el que se apoyaba el resto.
Quita a Yorda de la fórmula. Por un minuto, intenta imaginarte las cosas sin ella.
El resultado seguiría siendo, seguramente, un título digno y con cierto desafío: Las dosis de plataformas eran puras y no estaba forzadas y el escenario donde discurría contaba con una sencillez elegante y casi tímidamente japonesa. Las mecánicas de Ico funcionaban sin necesidad de recurrir a arquetípicos trucos gráficos para captar la atención del jugador.
Pero sin Yorda, sin esa intangible flor que tan poco contribuye aparentemente, Ico sería sólo la mitad de lo que era. Sin Yorda, Ico hubiera sido otro juego más de escapar, uno de esos a los que los diseñadores y programadores recurren una y otra vez por un única razón: Porque funcionan.
Si incluías a Yorda de nuevo, el título entraba en ebullición. Ico se convertía en algo mucho más profundo que una mera sucesión de obstáculos, se revelaba como un cuento de protección y responsabilidad, la historia de una fuerte relación de amistad entre dos niños perdidos.
Y esa amistad, construida con gestos de aprobación o rechazo, fortalecidas por las circunstancias y separada por todo lo demás, era uno de los puntos más intensos del juego.
Nunca los niños parecieron tan niños y nunca la confianza entre dos de ellos surgió de forma tan refinada. Las forma en la que los pasos indecisos y los saltos desesperados de Yorda complementaban los movimientos juveniles y a veces impulsivos de Ico.
Un lenguaje que se construyó a base de embestir y tambalearse, jadear y tener siempre la sensación de que estabas a punto de caerte al suelo.
Y esa sensación florecía en esas carreras en las que Ico agarraba la mano de Yorda y la llevaba a trompicones con él (apoyado en una inestable vibración del mando en lo que era quizá una de las formas más perfectas de interacción jamás concebida). Y sobre todo, estaba en la forma en la que Yorda sólo servía para complicar las cosas: Te impedía que progresases usando la solución más fácil, y tenías que replantearte la situación para contar con ella en la huida.
Y todo esto fluía dentro del tercer y último elemento; el Castillo en sí mismo, cuyos puzzles, aunque ingeniosos, siempre se percibían como espontáneos. Era un lugar de contrastes, desde sus cavernosos y sórdidos interiores hasta las radiantes terrazas o sus soleadas almenas.
Estaba fundado con algo más que polígonos y texturas: Metal, piedra, madera y cristales rotos. Envuelto por los vientos, sólo existía un vacío completo a excepción del eco que resonaba y las sombras que discurrían en su interior.
El Castillo de Ico era un lugar que nunca olvidarías.
Había muchas otras cosas en las que el juego acertaba, desde luego: Desde los Demonios oscuros que emergían del suelo encarnando cientos de formas diferentes, a la historia poco densa, que nunca desgastaba tu entusiasmo o te avasallaba con la variedad de opciones que si había en otros títulos.
En todo momento existía en Ico un lenguaje universal y una simplicidad que aseguraba, sin importar lo complejas que las situaciones fueran, que nunca estuvieras perdido demasiado tiempo.
Aunque Ico no contaba con los marcadores y puntaciones que suelen usar los juegos, no dejaba de emplear tu familiaridad con esa fórmula: Escalabas, corrías y saltabas de forma innata y los controles a veces parecían invisibles.
Pero, como todo en la vida, Ico se acababa; corto aunque atractivo, narrado de forma ligera, sin pretensiones, pero con una profunda implicación. Era la atmósfera lo que hacía al juego realmente especial.
Era difícil no recordar la historia, el viaje o los duelos. Más difícil era recordar como solventaste los problemas que se cruzaron en tu camino, o el inteligente diseño del último nivel, el que acabó transportándote a esa solitaria playa. Simplemente bello, Cuando Ico y Yorda se sentaban en la orilla, podíamos oler y escuchar el mar.
El guión se apagaba y lo único que quedaba era un sentimiento de perdida, de soledad y desolación junto a imágenes estáticas. Y era ahí donde aparecían los nombres propios, no los verbos: Cadenas moviéndose al son del viento mientras el sol brillaba y esas dos inocentes y eternas manos se unían.
Esa subordinación se situaba en el centro de tu atención, lo que al final sedimentaba en tu memoria después de que hubieras escalado hasta el último muro y movido hasta el último bloque. Era un juego sobre relaciones imposibles, una receta de alquimista compuesta por elementos simples, sólo tres: Ico, Yorda y el Castillo.
Y esos ingredientes estaban equilibrados de principio a fin, cada uno comprendía el vértice de un triangulo equilátero sobre el que se apoyaba el resto.
Quita a Yorda de la fórmula. Por un minuto, intenta imaginarte las cosas sin ella.
El resultado seguiría siendo, seguramente, un título digno y con cierto desafío: Las dosis de plataformas eran puras y no estaba forzadas y el escenario donde discurría contaba con una sencillez elegante y casi tímidamente japonesa. Las mecánicas de Ico funcionaban sin necesidad de recurrir a arquetípicos trucos gráficos para captar la atención del jugador.
Pero sin Yorda, sin esa intangible flor que tan poco contribuye aparentemente, Ico sería sólo la mitad de lo que era. Sin Yorda, Ico hubiera sido otro juego más de escapar, uno de esos a los que los diseñadores y programadores recurren una y otra vez por un única razón: Porque funcionan.
Si incluías a Yorda de nuevo, el título entraba en ebullición. Ico se convertía en algo mucho más profundo que una mera sucesión de obstáculos, se revelaba como un cuento de protección y responsabilidad, la historia de una fuerte relación de amistad entre dos niños perdidos.
Y esa amistad, construida con gestos de aprobación o rechazo, fortalecidas por las circunstancias y separada por todo lo demás, era uno de los puntos más intensos del juego.
Nunca los niños parecieron tan niños y nunca la confianza entre dos de ellos surgió de forma tan refinada. Las forma en la que los pasos indecisos y los saltos desesperados de Yorda complementaban los movimientos juveniles y a veces impulsivos de Ico.
Un lenguaje que se construyó a base de embestir y tambalearse, jadear y tener siempre la sensación de que estabas a punto de caerte al suelo.
Y esa sensación florecía en esas carreras en las que Ico agarraba la mano de Yorda y la llevaba a trompicones con él (apoyado en una inestable vibración del mando en lo que era quizá una de las formas más perfectas de interacción jamás concebida). Y sobre todo, estaba en la forma en la que Yorda sólo servía para complicar las cosas: Te impedía que progresases usando la solución más fácil, y tenías que replantearte la situación para contar con ella en la huida.
Y todo esto fluía dentro del tercer y último elemento; el Castillo en sí mismo, cuyos puzzles, aunque ingeniosos, siempre se percibían como espontáneos. Era un lugar de contrastes, desde sus cavernosos y sórdidos interiores hasta las radiantes terrazas o sus soleadas almenas.
Estaba fundado con algo más que polígonos y texturas: Metal, piedra, madera y cristales rotos. Envuelto por los vientos, sólo existía un vacío completo a excepción del eco que resonaba y las sombras que discurrían en su interior.
El Castillo de Ico era un lugar que nunca olvidarías.
Había muchas otras cosas en las que el juego acertaba, desde luego: Desde los Demonios oscuros que emergían del suelo encarnando cientos de formas diferentes, a la historia poco densa, que nunca desgastaba tu entusiasmo o te avasallaba con la variedad de opciones que si había en otros títulos.
En todo momento existía en Ico un lenguaje universal y una simplicidad que aseguraba, sin importar lo complejas que las situaciones fueran, que nunca estuvieras perdido demasiado tiempo.
Aunque Ico no contaba con los marcadores y puntaciones que suelen usar los juegos, no dejaba de emplear tu familiaridad con esa fórmula: Escalabas, corrías y saltabas de forma innata y los controles a veces parecían invisibles.
Pero, como todo en la vida, Ico se acababa; corto aunque atractivo, narrado de forma ligera, sin pretensiones, pero con una profunda implicación. Era la atmósfera lo que hacía al juego realmente especial.
Era difícil no recordar la historia, el viaje o los duelos. Más difícil era recordar como solventaste los problemas que se cruzaron en tu camino, o el inteligente diseño del último nivel, el que acabó transportándote a esa solitaria playa. Simplemente bello, Cuando Ico y Yorda se sentaban en la orilla, podíamos oler y escuchar el mar.
El guión se apagaba y lo único que quedaba era un sentimiento de perdida, de soledad y desolación junto a imágenes estáticas. Y era ahí donde aparecían los nombres propios, no los verbos: Cadenas moviéndose al son del viento mientras el sol brillaba y esas dos inocentes y eternas manos se unían.